miércoles, 2 de diciembre de 2015

Dureza






Aunque ella aún no lo sabía, en realidad, aquella esclerosis en forma de almendra que le estaba creciendo en el pecho, había comenzado en el corazón dos meses atrás. Fue terminar la frase “y desaparece de mi vida para siempre” y endurecérsele la válvula tricúspide, todo a la vez. 

Día tras día la dureza se extendía como una gota de aceite en un vaso de agua. Primero le alcanzó el pezón izquierdo, luego se desparramó hasta el ombligo rodeando su cintura al encuentro de la espalda. Al llegarle la corteza a las rodillas, ya tenía un primer brote de hojas tiernas en el hombro derecho.

Una mañana de primavera contó tres ramas en cada mano. Fue entonces cuando decidió salir a buscar un terreno profundo donde enraizar. En uno de los parterres de la Plaza del pueblo quedaba un espacio soleado junto a un frondoso alibustre. Le pareció un lugar céntrico y muy adecuado para pasar el resto de su vida. 

Se descalzó y con pequeños pasos entró en el parterre. Aferró los dedos de los pies a la tierra esponjosa. De los meñiques y los pulgares crecieron unas raíces vigorosas. Mientras éstas descendían en busca de agua, las ramas de sus brazos ascendían hacia la luz del sol. Sintió como su ombligo se estiraba creciendo en las dos direcciones.

En septiembre ya era un alibustre más de la Plaza, un árbol de flores insignificantes y frutos inútiles cuya única virtud es la de poseer unas hojas perennes de un verde brillante. Había crecido sin control adoptando un aspecto salvaje y desmelenado. 


Antes de las fiestas de San Miguel, como todos los años, el jardinero del Ayuntamiento adecentó los árboles del pueblo dándoles formas primorosas con el arte de sus tijeras de podar. La copa del árbol nuevo de la Plaza le inspiró un corazón, y la de su vecino, que antes de alibustre  fuera un mozo despechado, una gran paloma de la paz.